Hay un lugar en el centro en el que el tiempo se frenó, o no avanza, o retrocede. No se bien como explicarlo, sin hacer referencia a la perturbadora escultura que señala la puerta, que solamente es el umbral a un tugurio de hace un puñado de décadas, o al menos, como yo imagino un tugurio de hace un puñado de décadas. Pero el lugar no está infestado de viejas glorias desconocidas del tango, ni de tipos de mirada oscura. Las mesas están repletas de hippies-con-pretensiones-intelectuales de corta edad, y algún que otro quincuagenario deglutiendo el plato del día.
Pero la atención está en otro lado, no en cuadros espantosos que adornan la sala, no en la intrascendente conversación sobre Bakunin. La atención esta clavada en la distancia de un escenario ridículamente familiar. Los músicos comen empanadas y toman vino, y lentamente se acomodan los instrumentos (creo que una hora más tarde de lo esperado).